Tristezas del Subjuntivo
El verdadero desafío es contemplar sin prejuicios la aparición del nuevo
lenguaje generado por la revolución cultural de la tecnología
La gente que ama el idioma -somos una raza- es la
que sufre cuando ve una esdrújula sin acento, un adjetivo abusado o el maltrato
general al subjuntivo. Por encima de las frases que comienzan con un
inexplicable verbo en infinitivo, los vulgarismos y las redundancias, el
esfuerzo mayor para nosotros, el verdadero desafío, es contemplar sin
prejuicios la aparición del nuevo lenguaje generado por la revolución cultural
de la tecnología.
Este nuevo lenguaje incluye en principio una dramática reducción de las
palabras a su mínima expresión, como hace la escritura del hebreo cuando
suprime todo y se queda con las consonantes. Prosperan las siglas, que se
utilizan en calidad de contraseñas, o para abreviar frases enteras que a los
extranjeros nos cuesta desentrañar. Quedan navegando en el aire letras sueltas,
que están ahí para reemplazar artículos y conjunciones, incluso las
copulativas. Las preposiciones desaparecen. Como no puede darse el lujo de transmitir matices -por razones de
espacio- el idioma se vale del candor de la onomatopeya. Un ja, o incluso un
jajá, equivalen a una sonrisa. Hay una gama muy rica de expresiones faciales
generadas con puntos, comas, guiones y paréntesis: sonrisas, pésames, ironías y
hasta corazones de amor armados arteramente con el signo menos adherido a un 3.
El idioma se expande. Los signos de admiración y de pregunta son cruciales:
usados a destajo, modulan la intensidad y el humor de lo que se está diciendo. Una
de las zonas críticas del idioma es el nuevo código de mayúsculas y minúsculas.
En primer lugar desaparecen las mayúsculas como letras capitales. El pobre e.e.
cummings fue víctima de este premonitorio capricho de sus editores, porque lo
cierto es que él mismo firmaba con mayúscula. Pero hoy reina la minúscula, como
una especie de declaración política que parece sugerir "acá todos somos
iguales", o bien "no tengo tiempo", o "todavía no sabemos
qué es importante y qué no". En medio de esta romántica redistribución de
la riqueza simbólica, es decir, todo con minúscula, la mayúscula es un grito.
Porque no se la usa con el sistema clásico de letra capital para los nombres
propios, sino como una tipografía de alta tensión: un mensaje escrito todo con
mayúscula está cerca de la trompada en la mandíbula. Esta revolución no sólo genera un
idioma: cambia radicalmente el sistema de comunicaciones entre las personas.
Antes la gente se hablaba, ahora por lo general se escribe. Casi todos los
nuevos teléfonos y demás equipos traen de hecho un teclado para escribir. Y la
gente escribe, en otro idioma, tal vez, pero se comunica como se hacía antes de
la aparición del teléfono, por carta, esquela o billet-doux. Ahora se usa el
celular, el correo o las redes y se mantienen conversaciones llenas de
misterios casi cirílicos, fragmentos grabados y fotos enmarcadas. Es un cambio
tan profundo que obliga a reconocerlo con toda humildad. Mucha gente lo
encuentra feo y ofensivo: una reacción frecuente en quien se siente amenazado.
Es cierto que el nuevo idioma tiene un aspecto diferente, sus propias leyes e
insondables secretos; es cierto que cambia y crece con vertiginosa libertad.
Pero tiene una gran ventaja: no es obligatorio. El mundo podrá desentenderse de
la gramática y nadar en la abreviatura, pero nadie va preso por escribir las
palabras completas, recuperar la q y usar oraciones con sujeto, verbo y
predicado. Se llama coexistencia pacífica y requiere alguna templanza de
carácter
Fuente: revista@lanacion.com.ar