Qué será del caminante fatigado...
¿En cuál de mi ciudades moriré?
¿En Ginebra, donde recibí la revelación,
no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio
y de Tácito?
¿En Montevideo, donde Luis Melián
Lafinur, ciego y cargado de años, murió
entre los archivos de esa imparcial
historia del Uruguay que no escribió
nunca?
¿En Nara, donde en una hostería japonesa
dormí en el suelo y soñé con la terrible
imagen de Buda, que yo había tocado y
no visto, pero que vi en el sueño?
¿En Buenos Aires, donde soy casi un
forastero, dados mis muchos años, o una
costumbre de la gente que me pide un
autógrafo?
¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo
en el otoño de 1961, descubrimos América?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿En qué idioma habré de morir? ¿En el
castellano que usaron mis mayores para
comandar una carga o para conversar un
truco?
¿En el inglés de aquella Biblia que mi
abuela leía frente al desierto?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿Qué hora será?
¿La del crepúsculo de la paloma, cuando
aún no hay colores, la del crepúsculo del
cuervo, cuando la noche simplifica y
abstrae las cosas visibles, o la hora trivial,
las dos de la tarde?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
Estas preguntas no son digresiones del
miedo, sino de la impaciente esperanza.
Son parte de la trama fatal de efectos y de
causas, que ningún hombre puede
predecir, y acaso ningún dios.
Poesias
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