La Muerte a cuchillo de Silvia Arias
Entre los juncos que crecen a orillas del río está la Muerte. Espera. Le gustan los juncos flacos como cuchillos. Es una Muerte a cuchillo.
La tarde cae en las islas recortadas por el perfil abrupto de las márgenes. Pronto se encenderán las luces de los muelles. La noche caerá de golpe. Y ella todavía estará allí. Le gusta este lugar de hojas y de agua, barro y humedad.
Ella, por estas horas, está justificada.
Hace una semana, bien temprano llegó al embarcadero. Ninguna mirada de desprecio entre los que llegaban de las islas. Ningún motivo de ira en los hombres que cargaban alimentos. Pero no se desanimó. Trepó a una barcaza de carga y se prometió una misión.
La barcaza despintada fue abriendo las aguas mientras el día se llenaba de luz. La brisa traía los suaves olores de las frutas depositadas en cubierta. La Muerte se decía que despreciaba los aromas, la mansedumbre de las orillas y el canto de tantos pájaros a los que ella no alcanzaba, cuando sintió un cosquilleo que la hizo enderezarse.
Por el canal que se abría a la derecha, un bote se debatía en el oleaje. La vio: otra Muerte se alzaba como una llama en medio del río, tintineante y pequeña pero firme y definitiva. Porque en el bote –y una ola que no era de agua la hinchó de envidia– iba un niño muerto. Morado de golpes, iba envuelto en una manta en brazos de su madre. Y la madre, sentada frente al hombre que remaba de cara a la barcaza. El hombre era el de la mano pesada que había matado al niño. El bote se dirigía hacia las islas más alejadas. Iban a enterrar al niño.
La Muerte a cuchillo suspiró, una ráfaga agitó los árboles. Abandonó la barcaza y se posó en un muelle. Un carguero de troncos, gigante imprevisto, se acercaba al bote cada vez más pequeño cuanto mayor era su oscilación. El hombre soltó los remos, echó la cabeza hacia atrás como quien mira un cielo nuevo, y el carguero avanzó y las olas crecieron y se acercaron como hachas en paralelo. El bote se inclinó hacia un lado y el hombre hacia el otro, y la mujer ya no pudo sostener al niño. Las olas arremetieron por una perfecta y última vez; el ruido de los cuerpos al caer fue un aplauso breve en la superficie; para la Muerte a cuchillo, mudo el deslizamiento del niño muerto hacia el fondo del río.
Esperó. Esperó que al hombre y a la mujer los atendieran en la orilla, que la madre nombrara a su hijo en un estado de extrañeza y delirio. Que empezaran a buscar al niño. Que los voluntarios dijeran que no podían más y que el sol se rindiera, como los ánimos de los que sabían que ya no podrían salvar al niño. Esperó que el río se calmara y el cuerpo de la criatura se soltara del fondo barroso. Se encendieron luces en las cabañas y se vieron los faroles que llevaban los hombres. La Muerte a cuchillo vio a uno inclinarse a la orilla donde ya flotaba, oscuramente tierno, el cuerpo del niño. Entonces remontó el río y llegó hasta la casa de troncos al fondo de un bosque y vio al hombre, cuya mano había matado al niño, y a la madre inmóvil, seca de lágrimas y de vida.
El amanecer, negro de lluvia, la encontró posada en el pecho del hombre. Una huella se interrumpió en el umbral. El hombre abrió la puerta, vio a otro hombre y comprendió y contuvo el aliento y por última vez lo expulsó cuando el cuchillo, que se había hundido feroz, se retiró de su pecho. La Muerte a cuchillo no permite recordar toda una vida en un segundo. No hay tanto tiempo, aunque los juncos, inclinándose en una reverencia que abanica la superficie del agua, parezcan decir lo contrario.
Esperó. Esperó que al hombre y a la mujer los atendieran en la orilla, que la madre nombrara a su hijo en un estado de extrañeza y delirio. Que empezaran a buscar al niño. Que los voluntarios dijeran que no podían más y que el sol se rindiera, como los ánimos de los que sabían que ya no podrían salvar al niño. Esperó que el río se calmara y el cuerpo de la criatura se soltara del fondo barroso. Se encendieron luces en las cabañas y se vieron los faroles que llevaban los hombres. La Muerte a cuchillo vio a uno inclinarse a la orilla donde ya flotaba, oscuramente tierno, el cuerpo del niño. Entonces remontó el río y llegó hasta la casa de troncos al fondo de un bosque y vio al hombre, cuya mano había matado al niño, y a la madre inmóvil, seca de lágrimas y de vida.
El amanecer, negro de lluvia, la encontró posada en el pecho del hombre. Una huella se interrumpió en el umbral. El hombre abrió la puerta, vio a otro hombre y comprendió y contuvo el aliento y por última vez lo expulsó cuando el cuchillo, que se había hundido feroz, se retiró de su pecho. La Muerte a cuchillo no permite recordar toda una vida en un segundo. No hay tanto tiempo, aunque los juncos, inclinándose en una reverencia que abanica la superficie del agua, parezcan decir lo contrario.
Silvia Renée Arias es periodista y escritora. Publicó los libros Bioy en privado y Los Bioy, finalista del Premio Tusquets de Biografía.